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LA HUIDA DE ESPEJADO

La Ballena cantarina avanzaba con tranquilidad, impulsada por la suave brisa que llenaba el velamen de sus tres altos mástiles, desplegado casi en su totalidad. La mar estaba en calma, como era normal en la zona que antecedía al puerto de Espejado, y el sol, brillante en un cielo azul sin nubes, caía sobre la cubierta haciendo que los marineros remolonearan sobre la tablazón sintiendo una pesada languidez. El capitán, sin embargo, les dejó hacer, contemplándoles con una sonrisa arrastrar los pies de un lado a otro disimulando sin mucho éxito, para que no se les adjudicase ninguna tarea por parte del primer oficial.

No importaba, pues al doblar el Cabo Negro, lo que harían en breves momentos, el timonel viraría la nave para que su proa enfilase a los muelles, no precisando ninguna maniobra para ello.

Rulo colocó los brazos en jarras, mirando desde el castillo de popa y sintiendo, una vez más, el orgullo de ser quien tenía a su cargo la más imponente embarcación que había botado jamás la república de Zuargro; sempiterna rival de Espejado, los genios de los astilleros de la capital, Pendícula, habían logrado construir un leviatán que, si bien poseía una cubierta menos que la nave insignia de Espejado, lograba portar en sus bodegas más del doble de la carga que esta. La Ballena cantarina era un prodigio que surcaba los mares con seguridad y, aunque su enorme panza no la hacía la más maniobrable de las naves, sí que era más rápida de lo que cabía pensar en un mercante de su tamaño.

—Ha sido un viaje muy tranquilo. —El capitán asintió distraído a las palabras de su primera oficial, una mujer alta y delgada con la cara picada por la viruela y pelo rojo como las llamas de una hoguera—. ¿Cree que sentirán envidia al vernos, señor?

—Imagino —dijo él— que sabrán de nuestra llegada. Es de ilusos pensar que nadie en Espejado sabrá de nuestra nao.

—Espías en todos lados…

—Cierto —asintió Rulo, riendo de forma campechana—. Seguro que llevan meses deseando vernos aparecer para comprobar si los informes que habrán leído eran ciertos. Estaba pensando…

—¿Sí? —inquirió ella cuando Rulo se toqueteó el labio inferior, pensando.

—Podemos darles un espectáculo, ¿no cree?

—¿Qué sugiere, señor? —Ella sonrió mostrando los huecos que faltaban en su dentadura.

—Desplieguen todas —ordenó señalando las velas; la mujer gritó la orden con su voz grave y firme, lo que hizo que los marinos parecieran despertar de un sueño. El capitán gritó después—: ¡Timonel! ¡Comience la maniobra! ¡Gire a babor!

El barco se inclinó cuando empezó a describir el amplio arco que necesitaba para doblar el cabo, aunque su gran anchura hizo que la mayoría de la tripulación casi ni se percatara del ligero escoramiento. Su flotación era perfecta a pesar de la enorme panza. El capitán sonreía pensando en la sorpresa que se iban a llevar en el muelle al ver acercarse a la Ballena cantarina y decidió enarbolar la bandera de la república de Zuargro en lo alto del palo mayor para que fuera más visible que en su sitio habitual, en mesana.

No llegó a emitir la orden.

—¡Naos, capitán! —gritó desaforado el vigía en la cofa—. ¡Salen naos del puerto!

Rulo sacudió la cabeza, confuso, y echó mano del catalejo acercándose a la borda. Un vistazo le confirmó las palabras del hombre, aunque no terminaba de creer lo que estaba viendo: un gran número de embarcaciones de todos los tamaños estaban dejando el puerto de Espejado, rodeados por un sinfín de botes y esquifes; la escena le resultó parecida al caos que se produce en la huida de una casa en llamas y la impresión de horror que le provocó un escalofrío se acentuó al ver diminutos puntos en el agua, cabezas de mujeres y hombres que pugnaban por mantenerse a flote y elevaban los brazos, implorantes, hacia los barcos a su lado. La marinería de las naves atestaba las cubiertas.

—Por todo lo sagrado… —gimió, pasando el catalejo a su primer oficial—. No son marineros. Son gente corriente…

Apoyó, preso de una gran debilidad, las manos en la regala y contempló con horror que el curso de navegación de un galeón le iba a llevar a embestir el costado de una nave más pequeña. Pensó en indicar que, desde la cofa, se comunicaran al galeón señales para que cambiara su rumbo y evitar así el accidente, pero en su fueron interno sabía que era absurdo. Los barcos huían de Espejado sin mirar atrás, sumidos en un pánico del que Rulo nada sabía pero que era, dado lo que estaba presenciando, más grande que el océano.

—¿Señor? —La primera oficial le devolvió el catalejo plegado. Lo miró interrogativa. Rulo meneó la cabeza apesadumbrado y suspiró, incapaz de separar los ojos del terror que se desarrollaba ante ellos. Ella preguntó—: ¿Nos desviamos o…?

—No. —El capitán aferró la madera con fuerza—. Ponga proa al viento y suelte escotas. Fondearemos a una distancia segura de todo eso —continuó señalando el caos de naves, gentes y gritos.

La mujer se giró para dar las órdenes correspondientes, pero Rulo la cogió del hombro, haciendo que lo mirara de nuevo.

—Y vacíen todas las bodegas —dijo elevando la cuadrada mandíbula. La mujer enarcó una ceja, como pidiendo confirmación, y él asintió con gravedad—. Necesitamos todo el sitio disponible para recoger a los pobres diablos que están flotando en el mar.